viernes, agosto 11, 2006


Corderos de Dios.

Lo que más inquieta de Ricardo III no es la maldad de Gloucester, sino la incrédula indignación que provoca ver cómo unas artimañas tan simplonas, unas mentiras tan descaradas, unas intenciones tan evidentes no son descubiertas antes y, lo que es aun más desazonador, cómo es posible que, siendo descubiertas, le sigan siendo toleradas. El que observa los hechos desde fuera considera que él no actuaría tan estúpida y borreguilmente.
Pero luego salimos en coche, lo que nos permite observar otras nuevas hectáreas de bosques paradisíacos, de hayedales, de robledales, de prados deliciosos que son arrasadas en un día por unas excavadoras para construir todavía más horribles bloques de viviendas. Tenemos aun más indicios, más rastros delatores, más evidencias que las de la corte de Inglaterra con respecto a Gloucester. Tenemos que esas viviendas no son necesarias, pues la población no ha aumentado. Tenemos que hay millares de viviendas vacías. Tenemos que con el sueldo de toda una vida un trabajador de clase media no puede pagar uno de esos habitáculos de ladrillo y cristal construídos en menos de tres meses por una pequeña cuadrilla de obreros. Tenemos la naturaleza arrasada, las calles con encanto destrozadas, los parques convertidos en explanadas de cemento, las aceras eternamente en obras, pues la misma acera y la misma fachada que durante 50 años no precisaron arreglo y sobrevivieron en perfecto estado hasta a una Guerra Civil ahora precisan ser remozadas cada seis meses. Tenemos que los concejales de urbanismo suelen ser constructores, lo cual no parece suscitar ningún problema de incompatibilidad de cargos. Tenemos que la Adminiostración destina el dinero público a pagar a empresas elegidas por sus "técnicos" obras innecesarias sobre cuya idoneidad no se consulta a nadie. Tenemos los nombres de los constructores expuestos orgullosamente y sin ningún miedo en la alambrada mugrienta en cuyo interior se arrasa un bosque, se construyen habitáculos defectuosos y hacinados y mueren diariamente obreros. Tenemos también la tele, que nos ofrece machaconamente noticias sobre un palurdo al que se le detiene justamente por lo que el resto de palurdos de los ayuntamientos y diputaciones de este país perpretan a diario, con una obscena y burda jugarreta que ni el propio Gloucester se hubiese atrevido a ejecutar: elegir a un idiota para acusarle de lo que los demás hacen, pareciendo así libres precisamente de esa culpa

Ante todo esto el problema no es exactamente que los ciudadanos no sepan que tales cosas están pasando. A cualquiera que se le hace ver, contestará con tranquilidad que ya sabe de sobras en qué consisten esos negocios sucios. Pero no por ello hay una reacción masiva consistente en destruir cada andamio, cada excavadora, cada monstruoso martillo hidráulico, en buscar a esos concejales y a esos constructores y colgarlos de sus asquerosas grúas.
Este mecanismo humano, la estólida contemplación borreguil ante el lobo que nos va devorando es, en realidad, el misterio más doloroso, el núcleo de casi todas las tragedias.
Cuando veo un vergel sucumbir bajo una máquina amarilla que lo va convirtiendo todo en una llanura polvorienta me pregunto lleno de una ira que me abrasa el estómago. Pero ¿es que nadie va a detener eso? Y me imagino matando al constructor de una manera salvaje, descargando en su maldita persona fatua y estólida toda la ira de diez mil millones de seres vivos que claman venganza. Y después sigo soñando la pesadilla y veo un telediario en el que aparece su foto y cómo el pueblo lamenta su terrible muerte, le rinde honores, lo beatifica y a mí me increpan al salir del furgón policial y me conducen ante un juez que, lógicamente, será muy justo conmigo -para eso es para lo que le pagan tan bien. Y la chusma a la que esta buena sociedad ha condenado me recibirá amorosamente, deseosa de darme por culo hasta reventar.
¡Oh, humanidad, cómo te haces querer!

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Por cierto, obsérvese el parecido entre estos versos que Shakespeare pone en boca de Ricardo III y la "ética" de Nietzsche:

Conscience is but a word that cowards use,
Devised at first to keep the strong in awe:
Our strong arms be our conscience, swords our law.

Richard III, V, 3.